Publicado el 25 de marzo en El Deber
Podría escribir sobre el miedo que tengo, el desasosiego, la incertidumbre. Sobre el monstruo invisible que amenaza y que veo que todos juegan a golpearle como a la gallinita ciega; pocos aciertos, muchos yerros. Pero voy a intentar controlar, o al menos contener, mis angustias para contar cómo se viven las cosas por aquí.
Me
tocó vivir la crisis del Corona Virus en París. Cierto: el mejor lugar
en el peor momento. Al principio se escuchó como algo lejano, un
problema de una ciudad en China. Sólo después nos enteramos que Wuhan es
una urbe que tiene la población de toda Bolivia y un dinamismo
económico impresionante. Luego se supo del primer caso en París, un
turista chino. De ahí, poco a poco los noticieros fueron informando la
expansión del virus.
Empezamos a saber detalles del tema,
cuántos casos más, cómo protegerse, qué hacer. Un día fui a una farmacia
y el gel antibacterial costaba el doble, quedó claro que ya todos
necesitaban tener uno en el bolsillo y en su mente. Sin embargo, la vida
continuaba, mis hijas en la escuela intentando, solamente, mantener
cierta distancia y no saludarse con los dos besos a los que están
acostumbrados los franceses.
El asunto se puso mucho más denso cuando
explotó Italia y luego España, por lo que el presidente Macron tomó la
pantalla de la tele por 25 minutos. Lo escuché atento con toda mi
familia. Dio la señal de alarma, se suspendían clases, pedía que evitar
los desplazamientos y las reuniones. Fue solemne, pero cálido.
Días
después la gente siguió saliendo a la calle como si nada hubiera
pasado; de hecho, fue una de las primeras jornadas primaverales, por lo
que muchos se volcaron a parques y plazas a jugar, a comer y compartir,
que es lo que hacen los parisinos cuando hay sol y buen clima. Macron
volvió a la tele por otros 20 minutos. “Estamos en guerra” dijo el
presidente varias veces en tono de regaño y de combate. La palabra
“guerra” está cargada de contenido para esta nación, todos saben de qué
se está hablando. Las medidas fueron todavía más restrictivas, ahora con
multas severas para quien no las cumpla.
Inmediatamente fui
al supermercado a aprovisionarme y hasta ahora he intentado no salir,
pero ya las cosas se acaban y debo volver a las compras.
Desde ahí
hasta hoy, hemos permanecido en mi departamento. Mi esposa se quedó
varada en La Paz y mi madre en París, ambas imposibilitadas de moverse.
En casa hemos establecido horarios de trabajo escolar, rutinas. Mi
departamento es chico, muy parisino, así que debemos organizar los
espacios y los ritmos. Se trata de aprovechar el tiempo. La escuela ha
reaccionado relativamente rápido y se está adaptando a la nueva
situación enviando a los estudiantes tareas y asesorías por internet. A
las 8 de la noche, quedó instalada nuestra salida al balcón a aplaudir,
como lo hacen todos, apoyando al personal de hospitales y a los
enfermos. Luego vemos una película escogida por uno de los miembros del
hogar.
He intentado casi no ver noticieros salvo lo
indispensable, sólo dan datos que asustan más, las cifras de los
fallecidos, el horror apocalíptico. Es claro: hoy París no es una
fiesta.
Decía Vargas Llosa que para un escritor no hay
experiencia negativa. Como sociólogo de lo cotidiano que me precio, todo
lo que miro tiene interés, pero la verdad que en estas circunstancias
me cuesta analizar, describir, pensar más allá. “Quiero escribir, pero
me sale espuma”, repito con Vallejo.
Sé que hay mucho qué
decir: el sentido del miedo, la vulnerabilidad de la especie, el lado
perverso de la globalización, la necesidad de la autoridad y la regla,
la oportunidad para el autoritarismo, la importancia del aparato de
salud pública y de lo público, lo común de los problemas humanos más
allá de pasaportes, la tecnología, la economía, las consecuencias
políticas, el nacionalismo, la solidaridad, etc. No tengo el espíritu
reposado para mirar con detenimiento -ojalá un poco más adelante-. Solo
una certeza: ya nada será igual.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM