Entre símbolos del proceso creativo, la experiencia urbana

Si el proceso creativo de quienes habitamos las ciudades se define a partir de la noción de <arte>, los diccionarios nos sugieren temas diversos de: habilidad, destreza, ingenio, industria, maestría, incluso de maña; y, de manera amplia, se refieren al oficio, a la profesión, al hacer algo en la ciudad. Esto puede darnos ideas para ir aproximando una imagen, un símbolo, de esas praxis motoras y diversas que se viven en el proceso creativo que impide que la ciudad entre en crisis y siga algún curso.

Entonces puede ser útil empezar con esta aproximación al <arte> de vivir en, por medio de o para la ciudad. Arte, simplemente puede ser considerado como “una de las instituciones sociales que trata de responder simbólicamente al enigma de la vida, del mismo modo que lo hace la religión en lo espiritual”. (Diccionario de sociología, 1987, México, FCE: 16). Su importancia colectiva reside en que el arte es siempre una manifestación de la psique colectiva, que, mediante la obra de arte, une al artista creativo con sus audiencias, es decir, con los otros, o con todos nosotros en el paisaje público de la ciudad. Así, con todas las restricciones de cualquier definición de lo que algo “es” -siempre relativas a algún sujeto cambiante-, el hacer de la ciudad que no puede dejar de ser algo de arte: es vínculo, es expresión de la vida social y adquiere imágenes que soportan muchos símbolos panorámicos.

Si se intenta captar cómo el proceso creativo vivifica los símbolos eternos de la humanidad que subyacen en el inconsciente y que, al mismo tiempo, son parte del desarrollo de ese inconsciente y de su formación simbólica colectiva, puede ser conveniente recordar con Karl Jung, cuatro funciones para lograr la totalidad psíquica que convierten al talento en creación: 1) el sentimiento (juicios de valor subjetivo), 2) el pensamiento (juicios lógicos de valor objetivo); 3) la intuición (relaciones generales entre objetos, sin detalles); y 4) la percepción o sensación (hechos y todos sus detalles); funciones a las que se suman dos actitudes de extroversión e introversión, mediante las que se efectúan procesos de diferenciación, impulsados por la función compensatoria del inconsciente que hace posible alcanzar la totalidad psíquica.

Como todas las experiencias humanas se procesan en imágenes, mismas que se almacenan en estructuras con inagotables contenidos (como los cristales), el arte de vivir la ciudad no es un proceso ordinario. Requiere enormes cantidades de energías propias y colectivas, porque el trabajo de respuesta-resistencia a las condiciones urbanísticas y de la convivencia social en la ciudad necesita recobrar, constantemente, las peculiaridades y detalles de unidades de conocimiento previamente experimentadas, de lo que de otro modo se almacenaría en las profundidades del inconsciente. Su lenguaje se dice que es figurado, de aquí que los arquetipos aparezcan como imágenes personificadas o simbólicas y cuando se refieren a algo lo identifican con otras imágenes, refiriéndose a un tercer aspecto mediante analogías o parábolas que son difíciles de explicar pero que es posible, para el habitan de la ciudad, vuelto artífice de esa vida, realmente actor/público cultivado urbaní/artísticamente, para lograr percibir con total exactitud aún sin entender cabalmente de qué se trata.

Entre símbolos, claves de la maraña de la vida en la ciudad, surgen, se saben, se notan consecuencia e impulsos, tramas de procesos sin fin. La ciudad que surge de la sociedad hace reflexionar sobre las experiencias y revivirlas de distintas maneras. Comprende instintos humanos básicos y sus modificaciones. Parte de su efecto, sirve a las demandas de la psique, en lugar de hacerla sólo permanecer encerrada en las necesidades creativas no comprendidas. La vida social que hace a los humanos parte del reino animal con conciencia de serlo también es un sentimiento profundo compartido especialmente en el espacio cerrado y limitado de la ciudad-casa. Así, por ejemplo, sentimientos de insatisfacción, de anhelo que pueden experimentarse de muchas maneras, llegan a ser experiencias desesperadas por la obra realizada, fuerzan a encarar las decisiones tomadas en el curso de la vida que sigue sin esperarte a que te des cuenta. Este arte de vivir en la ciudad lleva al sujeto a una mayor introspección, posiblemente a algo así como una primera fase de los procesos de realización intencional, a veces consciente, de los que se sirve el talento.

En medio de conflictos y tensiones de lo que ya es cotidiano para más de la mitad de los habitantes del planeta, vivir en la ciudad casi no tiene ya referentes opuestos a este modo de darte cuenta de lo que pasa con tu intervención o de lo que sucede si no haces nada, surge el símbolo de reconciliación, de solución del conflicto de no saber “ni qué onda”, sirviendo como tema de mitos y leyendas que coinciden en el mitro romántico de la ausencia, carencia del ser con el otro(a), amado(a). Esa necesidad de lograr una experiencia interna de desarrollo común, aunque sea orgánicamente a la piel, al sujeto imagen, persona, al ser psíquico y espiritual que ya no tiene límites, emerge de un impulso interior -aunque sea (in)voluntariamente compartido que expresa la preservación de la especie en el nivel psíquico colectivo, no biológico ni meramente orgánico.

De este modo, a diferencia de otros animales que pueden elegir pero que actúan sin saber por qué actúan, el hombre actúa acumulando sus experiencias pasadas, realmente actualizando sus experiencias mediante praxis que le han hecho posible ir decidiendo cómo hacerlo: comprender qué y cómo le hizo, así puede que dé cuenta de que lo hizo y lo hace otra vez. Por eso la vida en la ciudad es una historia y una actualidad creativa, mutante. Vivir entre imágenes, rodeados de símbolos, de síntesis de experiencias que se asimilan sin digerir, muchas veces sin entender, hace que, llegado el límite, también ocurra algo así como un acto liberador de la conciencia. Hecho quizá meramente incidental en la ciudad, pero sin el cual, sería seguramente imposible continuar viviendo así, ahí. Estos momentos dan una libertad que de ninguna otra forma se obtiene; si coincide con otros momentos de arte, también da, como aprendizaje de lo vivido, un deseo, una corrección del continuo, hace surgir la energía para ponerlos al servicio de lo que dicta la imaginación del común, hecha piel sin saberlo a veces puede ser lo que dicta la conciencia. De ahí que lo percibido simbólicamente como necesidad o como complemento de tantos otros campos de lo humano sea un proceso creativo que alienta a la experiencia urbana y de la que se nutre sin cesar.

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Investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM

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