Publicado el 20 de junio de 2018 en Sociedad y poder
Este texto apareció en Nexos en enero de 2018, en el número dedicado a conmemorar los 40 años de la revista. Es oportuno reproducirlo aquí ahora que muchos ciudadanos están decidiendo cómo votar. Las cosas están mal en México pero a veces se nos olvida (o hay quienes de plano ignoran) que no todo tiempo pasado era mejor.
Cuando nací, a comienzos de la década de los 50, las mujeres en México no tenían derecho a votar. La esperanza de vida al nacer era de medio siglo. En aquellos años, 4 de cada 10 mexicanos no sabían leer ni escribir. Hoy la esperanza de vida al nacer es de 75 años y el 8% de los mexicanos sigue en el analfabetismo.
Volteo hacia ese pasado para tratar de mirar al futuro. Estoy convencido de que sólo cerrando los ojos a esa marcha hacia adelante con resultados por lo general virtuosos a la que llamamos progreso, podemos considerar que todo tiempo pretérito fue mejor. El país de mañana tendría que ser mejor, o menos peor en contraste con el que tenemos ahora, tan solo porque a pesar de los muchos motivos que encontramos para el pesimismo son más las cosas que mejoran que las que empeoran.
En 1950 en México había 5.3 millones de viviendas. Únicamente el 17% de ellas tenía agua entubada. Hoy en más del 70% se dispone de ese servicio. En aquellos años el 34% de las muertes entre los mexicanos se debía a enfermedades infecciosas y parasitarias; hoy las defunciones por esa causa ocupan el 3% (pesco todos estos datos de las Estadísticas históricas del INEGI).
Tenemos una pluralidad social y una diversidad política que contrasta con el autoritarismo político a veces flexible, pero a la postre siempre intolerante, que padecimos durante casi todo el siglo XX. En vez de vituperar al presidencialismo ahora nos quejamos de la partidocracia. Es indispensable cuestionarla y buscar remedios a su alejamiento de la sociedad, pero también hay que reconocer que esa crítica se puede ejercer en todos los foros y, con frecuencia, en todos los tonos.
En los años 50 y 60 la prensa era políticamente hermética y estaba prohibido manifestarse en plazas y calles. Todavía al comenzar los 70, pintar una barda con un mensaje político implicaba el riesgo de que llegara la policía echando balazos (sí, eso ocurría en la Ciudad de México). Hoy la libertad de expresión encuentra dificultades pero su ejercicio se ha extendido de manera irreversible. Además tenemos Internet.
Lo que no hay es equidad social. Hacia la mitad del siglo XX los mexicanos más pobres, ubicados en los tres escalones más bajos (o deciles) en la distribución del ingreso, alcanzaban el 8.8% del ingreso nacional. En tanto, los que se encontraban en el nivel con más remuneraciones acaparaban el 45% del ingreso nacional. Ahora, avanzada la segunda década del nuevo siglo, los mexicanos rezagados en los tres niveles de menores ingresos reciben menos del 9.1% del ingreso nacional. Es decir, se encuentran prácticamente en la misma situación. El nivel de mayores ingresos detenta el 35% de la riqueza del país. Tenemos autopistas, telecomunicaciones y en algunos casos ciencia e industria de primer mundo, pero hay decenas de millones de mexicanos con carencias básicas que ese desarrollo no ha sido capaz de resolver.
Ese pareciera constituir el reto esencial para un México que, en el futuro, no mire con envidia lo que tenemos hoy y que con motivos fundados nos parece insuficiente. Sin embargo la lid por la equidad no se ha constituido en causa nacional. Y es que, quizá, lo que antes que nada está faltando para que los mexicanos de hoy puedan construir un porvenir a la altura de sus expectativas es algo que se llama voluntad colectiva.
Las miserias de la vida pública, que no son pocas, han forjado una o varias generaciones de desconfiados que recelan de cualquier implicación política. Mi generación tuvo el privilegio de crecer en un entorno en el que, pese a todo, había espacio para las esperanzas. Podíamos creer en el avance ineluctable de la historia, en la revolución inminente o en la promesa del desarrollismo según los cartabones en los que cada quien se cobijara. Quizá éramos un tanto ilusos, pero teníamos ilusiones.
Hoy que tenemos democracia (con defectos, pero realmente existente) únicamente el 54% de los mexicanos, el porcentaje más bajo en América Latina, considera que la democracia es el mejor sistema de gobierno, de acuerdo con el Latinobarómetro. Me estremece suponer qué caudillismos o desgobiernos prefiere el 46% restante. En la otra cara de esa moneda hay destellos de ánimo solidario como el que vimos, desplegado fundamentalmente por jóvenes, después del terremoto en septiembre pasado. Los jóvenes de hoy reivindican los derechos humanos, la equidad de género, la defensa del medio ambiente. Hasta ahora esas convicciones no han sido suficientes para entusiasmarlos y traerlos a la vida política. Nosotros tuvimos utopías. Ellos quizá, antes que nada, tienen que creer en sí mismos. De allí resultará el futuro que puedan construir. Esa es, al menos, la utopía en la que quiero creer.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM